lunes, agosto 08, 2005

LOS PÁJAROS HAMBRIENTOS

Una vez vagaba por las montañas y, pasando por un afloramiento de
rocas, me senté en la más alta con la intención de descansar y contemplar
el valle, pero lo primero que vi fue un nido en la rama de un árbol.
El nido estaba lleno de pajarillos jóvenes que piaban ruidosamente. Vi luego
cómo la mamá pájaro regresaba trayendo comida en el pico para los pequeños.
Cuando oyeron el batir de sus alas y presintieron su cercana presencia, piaron
más fuerte aún y abrieron sus picos vacíos. Luego, después de alimentar a sus
hijuelos, la madre alzó de nuevo el vuelo y los pequeños permanecieron en
silencio. Como estaban tranquilos, me encaramé un poco para observarlos
más de cerca y vi que, incubados aún, los pajarillos todavía no habían abierto
los ojos. Sin poder ver aún a su madre, eran capaces, sin embargo, de abrir los
picos y exigir su alimento al notar que su madre se acercaba.
Aquellos escuálidos pajarillos no decían: «No abriremos el pico hasta que
podamos ver a nuestra madre claramente y veamos así qué clase de alimento
nos ofrece. Tal vez no sea nuestra madre sino un peligroso enemigo. ¿Y quién
puede saber si la comida que nos da es buena o si es un veneno?» Si los pajarillos
hubieran razonado así, nunca habrían descubierto la verdad. Antes de
que fueran lo bastante fuertes para abrir los ojos, empero, el hambre les hacía
percibir la noción de muerte. De lo que no podían dudar, obviamente, era
de la presencia y del amor de su madre. Animados por esta certeza, dentro de
unos pocos días abrirían sus ojos y se regocijarían viendo a su madre con ellos.
Día tras día, crecerían, se harían más fuertes, su .gura comenzaría a parecerse
a la de su madre y pronto serían capaces de volar libremente por el cielo.
A menudo los seres humanos piensan de sí mismos que son los seres más
importantes de la creación, ¿pero hacen algo para aprender de unos humildes
pájaros? Con frecuencia nos interrogamos sobre la realidad y la amorosa naturaleza
de Dios. Tal vez la duda nos acosa, pero el Maestro dijo: «Bienaventurados
los que no han visto y sin embargo creen». Siempre que abrimos nuestros
corazones a Dios, recibimos un alimento espiritual y crecemos más y más en
la semejanza de Dios hasta que alcanzamos la madurez espiritual. Y una vez
abrimos nuestros ojos espirituales y vemos la presencia de Dios, encontramos
la indescriptible e interminable gloria.